Recuerdos Vol.1. Petricor
"El placer es la flor que florece; el recuerdo es el perfume que perdura" Jean de Boufflers
De niña, pasaba los veranos en el pueblo. Mis hermanos se iban a campamentos o a Irlanda durante semanas. Yo me quedaba en la Ribera sola con mis abuelos maternos.
Los días eran largos, sin prisa, sin horarios, sin padres y sin reglas. Nadie me decía que tuviera cuidado. Nadie me regañaba por ensuciarme.
Siempre iba descalza sintiendo el suelo bajo mis pies: del frío y tacto rugoso de la bodega al abrasador hormigón del patio trasero. Solía caminar por un pasillo de piedras pequeñas y ver cuántos metros aguantaba el dolor, sin otro propósito que demostrarme que algún día podría andar así por la ciudad.
Teníamos animales: gallinas, conejos, codornices. Incluido un perro, un gato y un pollito amarillo. Mi abuelo me enseñó cómo se mataba con unos de los conejos. Después se abría, desangraba y limpiaba. Sé que me quejaba y fingía asco delante de él cuando veía el conejo colgado de las cuerdas del tendedero.
Un día era una mascota, al siguiente, carne asada a las brasas con ajos y romero. No sé si me resultaba aterrador o maravilloso, pero esa transformación me fascinaba.
Inventaba coreografías. Cada día, una distinta. Por la noche, fingiendo que estaba en un teatro, disponía dos sillas dirigidas a una terraza elevada. Mis abuelos se sentaban frente a mí y miraban, con paciencia, como bailaba para ellos.
En la huerta el aire olía a tomatera y a tierra seca, a manzanilla silvestre y a higuera. Agarraba la azada con ganas para ayudar a mi abuelo con el suelo cuarteado, pero pesaba muchísimo. Entonces me excusaba con que mi abuela que con seguridad necesitaba ayuda en la cocina.
Hacía perfumes. Machacaba pétalos de jazmín y de rosa, intentando atrapar esencias. Probaba, no solo con flores, sino con todo lo que tenía a mano: malas hierbas, tierra, e incluso piedras. Probaba añadiendo alcohol del botiquín, usando la colonia del baño, buscando la forma de que el aroma se mantuviese intacto. Pero nada funcionaba. Todo lo que amaba de aquel verano desaparecía antes de poder llevármelo conmigo.
A mediodía el calor era sofocante. Nadie salía. Nos refugiabámos en el frescor del interior hasta que llegaba la hora de regar.
Recuerdo un día en el que costaba respirar. El aire pesaba como una losa. Era sofocante, asfixiante, denso. Salí al jardín y me paré a oler los geranios. Ese día, sus hojas parecían querer demostrar su existencia. Como si supieran que, por más que impregnaran el aire, acabarían siendo solo un recuerdo en mi memoria.
Una gota gruesa, pesada, me cayó en la frente. Miré al cielo y unas nubes negras habían surgido en el rato que dormíamos la siesta.
Iba a llover. Esperé inmóvil envuelta en un silencio absoluto.
Y entonces sucedió.
Mientras caían esos avisos de lluvia, algo que no supe identificar, me rodeó. Inspiré fuerte, queriendo atraparlo. Era tierra, mineral, floral, vegetal. Todas las fragancias soñadas durante esos días de verano.
Fue la primera vez que disfruté la sensación de oler la lluvia. Con los años supe que olía a geosmina y que a eso lo llamaban petricor: el olor de la tierra húmeda, de las piedras, del agua, del musgo.
El aroma de los aromas, por un instante fue mío.
Me mojaba el pelo, la cara, la ropa. Cerré los ojos, sintiendo como la naturaleza me rodeaba y esperando que durase para siempre.
En lo que pareció una eternidad, mientras respiraba esa plenitud, sabía que no había forma de explicárselo a mis padres cuando llegase a casa. Se estaban perdiendo, otra vez, algo que yo consideraba único.
Y entonces, desapareció.
En ese momento entendí lo que era la belleza de lo fugaz.
Bonitas sensaciones, Ana.